SIETE LECCIONES PARA LA IZQUIERDA
Álvaro García Linera
Las revoluciones se parecen menos a interminables escaleras mecánicas que a las olas que rompen en la orilla. Se forman, se alzan, avanzan, parecen suspendidas en su movimiento y luego caen antes de volver a levantarse. Las etapas de este movimiento continuo dependen del vigor de las movilizaciones populares, que determinarán el futuro de nuestro continente. Y ahora las fuerzas progresistas se ven enfrentadas a ciertas tensiones que va a haber que superar. Voy a identificar acá siete de esas tensiones.
La primera concierne a la democracia, que nuestra familia política concibió durante mucho tiempo como un puente incómodo entre la sociedad actual y el socialismo. La izquierda latinoamericana demostró que esa visión era errónea: la democracia nos provee no sólo de un método sino también del marco indispensable para la transformación social. Los procesos revolucionarios regionales de los últimos años surgieron mediante el fortalecimiento de las capacidades de organización autónoma de la sociedad, mediante la promoción de su participación y de su inversión en los asuntos colectivos. Eso no es casualidad.
Esta concepción de la democracia como el espacio mismo de la revolución implica sin embargo su reinvención. No se trata de conformarse con una concepción fósil que llegó desde los países del Norte. No: la democracia que reinventamos en América Latina se quiere plebeya, una democracia de la calle. Al final, el verdadero socialismo se caracteriza por la radicalización absoluta de la democracia: en los lugares de trabajo, dentro del Ejecutivo y del Parlamento, en la vida diaria. Sin este proceso, toda lucha que aspire a cambiar el mundo, ya sea a través de las urnas o de las armas, va a oscilar entre reformismo y oportunismo.
Otro interrogante, viejo como la izquierda: ¿tenemos que tomar el poder o construir uno nuevo, lejos del primero? Nosotros, de la vieja escuela, siempre consideramos que nuestro objetivo era la toma del poder, olvidando a veces que todo el Estado, por más democrático que sea, se constituye como monopolio de lo común, de lo universal. Ahora bien, apoderarse de ese monopolio tal como se constituyó es lo mismo que reemplazar una burocracia por otra.
¿Eso quiere decir que habría que renunciar a tomar el poder? Algunos defendieron esta idea. Se recluyeron en pequeñas comunidades, proponiéndose construir el socialismo a pequeña escala; se consagraron a la lucha contra la comida chatarra; crearon circuitos de intercambio no comerciales, basados en el trueque, etcétera. Pero se olvidaron de algo: el poder no desaparece porque uno se quede al margen del mismo. Sigue existiendo, monopolizado por las mismas oligarquías de siempre.
La centralidad del Estado
La dificultad, en el plano teórico, radica en el hecho de que el Estado no existe sólo en el plano material. Su existencia toma cuerpo, por supuesto, alrededor de una serie de instituciones, normas, procedimientos. Pero también estructura la relación entre la gente. Orquesta la manera en la que concebimos colectivamente todo lo que nos une los unos a los otros: las rutas, la educación, el comercio, las cuestiones de salud, así como también los razonamientos lógicos y morales.
Si el Estado organiza de esta manera los preceptos de acuerdo con los cuales manejamos nuestras vidas sintiéndonos miembros de una misma comunidad histórica, mientras vivimos a cientos de kilómetros unos de otros, claro está, ¡nos tenemos que apoderar de él! ¿Cómo podría la izquierda revolucionaria no estimar una herramienta semejante? Esto no significa sin embargo que pueda contentarse con tomar el poder. Tiene que transformarlo y democratizar la toma de decisiones. Sin lo cual la izquierda dará a luz a una nueva elite que reproducirá el comportamiento de la anterior.
Tercera cuestión: la de la conquista de la hegemonía, entendida como la dirección intelectual, moral, ética, lógica y organizacional de un bloque social particular sobre el resto de la sociedad. Toda transformación de la relación de fuerzas dentro del Estado requiere una modificación previa de los parámetros de percepción lógica de la sociedad; de la manera en la que cada cual ordena el mundo, incluido el plano moral.
Antes de los años 2000, todo iba de la mejor manera en el mejor de los mundos. La privatización de los recursos naturales aseguraría el bienestar de todos, nos prometían. Esta convicción ordenaba la vida diaria; delimitaba el horizonte de las ambiciones de cada cual.
Poco a poco esta construcción intelectual se volvió intolerable. Ya no era creíble, porque no se correspondía con el mundo tal como la gente lo percibía. Todas estas ideas-fuerza que organizaban el día a día fueron puestas en duda. Ese momento de ruptura simbólica en el que se modifica el “sentido común” hizo que la gente se volviera receptiva a nuevos proyectos. Entonces surgieron Hugo Chávez (Venezuela), Rafael Correa (Ecuador), Luiz Inácio Lula da Silva (Brasil), Evo Morales (Bolivia). No cayeron del cielo, sino que aparecieron en medio de la agitación. Sin embargo, transformar los parámetros culturales no alcanza: tarde o temprano, este proceso tiene que llevar a encarar la prueba de fuego, a derrotar al adversario para permitirle a la nueva hegemonía propagarse y consolidarse.
¿Dónde estamos hoy en día? En el curso de los últimos años un intenso debate colectivo transformó un conjunto de ideas revolucionarias en fuerza concreta. Pero ahora entramos en una fase de estancamiento extremadamente peligrosa. Tenemos que relanzar la guerra de ideas; no nos podemos permitir perder el estandarte de la esperanza. Una revolución es la esperanza en movimiento. Hemos conseguido mucho. Pero no alcanza. La batalla por la hegemonía se volvió nuevamente decisiva.
La gestión es revolucionaria
En muchos países de América Latina, quienes militamos en las universidades, en los sindicatos, en las asociaciones, nos tuvimos que consagrar a la gestión de los gobiernos. Era indispensable, pero nos llevó a abandonar nuestra retaguardia. Nos tenemos que volver a concentrar en eso. Acordarnos de que un dirigente sindical al frente de su confederación cuenta tanto como un ministro. No abandonemos el frente social. En Bolivia hemos cometido este error. Y es justamente ahí donde la derecha intenta reorganizarse.
Otra dificultad: cuando estamos en la oposición, lo esencial consiste en producir ideas que generen esperanza y encarnarlas. Una vez en el poder, todo eso sigue siendo necesario, pero también hay que mostrarse capaz de gestionar la economía. La respuesta de los revolucionarios latinoamericanos a este desafío va a determinar su destino.
Los ciclos heroicos de la movilización no son eternos. Tienen períodos de desaceleración que pueden durar semanas, meses, años. Es el momento en el que nos preocupamos por el día a día, por los resultados concretos; el momento en el que la gente se dirige a los dirigentes políticos para decirles: “Luché mucho. Me sacrifiqué. Pero también yo quiero cosechar los frutos de esta revolución. ¿Dónde está mi agua potable, mi escuela, mi hospital?”. Es en ese preciso momento que tenemos que poder mostrar la otra cara del revolucionario: la del buen gestor. Nos vamos a tener que mostrar a la altura de esta exigencia durante la etapa de transición que se abre.
Una quinta cuestión que atraviesa nuestros procesos revolucionarios enfrenta el bienestar económico y social a la preservación de la Madre Tierra. En resumen, el famoso debate acerca del “extractivismo”, de moda en América Latina. Ecuador, Venezuela y Bolivia cargan una pesada herencia en este campo. En el caso de Bolivia, todo se remonta al año 1570, cuando el virrey Francisco de Toledo instauró el trabajo obligatorio en el Cerro Rico, la montaña que domina desde lo alto a la ciudad de Potosí. Convirtió entonces a Bolivia en productora de materias primas para la metrópolis. Desde hace 450 años la división internacional del trabajo le impuso este mismo rol al país, al igual que al resto de América Latina. Pero nuestras sociedades también se caracterizan por tasas récord de pobreza y desigualdad; por las necesidades materiales de nuestras poblaciones, que fueron abandonadas a su suerte.
Ecologismo colonial
Entonces, ¿qué hacer? Si producimos para satisfacer nuestras necesidades materiales, vamos a conseguir buenos resultados económicos, pero habremos traicionado la herencia indígena que alimenta nuestra visión del futuro. Tampoco nos podemos conformar con proteger a los árboles y dejar a nuestra población en la miseria –porque las condiciones de vida de los pueblos indígenas no tienen nada de idílico: estamos hablando de una indigencia colonial construida durante los últimos quinientos años–. Es sin embargo a lo que nos invita lo que yo llamo el ecologismo colonial: “Queridos latinoamericanos, dejen de soñar con el progreso, nos dice; si quieren hacer algo por la humanidad, dedíquense a proteger a los árboles. Nosotros, en el Norte, nos vamos a encargar de destruirlos y de producir y esparcir el dióxido de carbono por todo el mundo”. En resumen, que los países del Sur financien la plusvalía medioambiental mediante la interrupción de su desarrollo y la renuncia a su futuro.
Algunos de los compañeros del Altiplano viven en casas de piedras; tienen que caminar cinco horas para llegar a la escuela más cercana; duermen todo el día por falta de alimentación. Que alguien me lo explique: ¿qué economía del conocimiento se puede construir en estas condiciones? ¿Salir del “extractivismo”? Sí, sin lugar a dudas. Pero no volviendo a la Edad de Piedra. La transición implica la utilización de nuestros recursos naturales para crear las condiciones –culturales, políticas y materiales– que le permitirán a la población pasar a otro modelo económico.
Una lógica semejante le escapa a esta izquierda, crítica de los gobiernos progresistas latinoamericanos, a los que les reprocha no haber construido el comunismo en unas semanas. Ejercitándose en su fitness matutino, o en seminarios generosamente financiados desde el exterior, se burla de nuestra incapacidad de controlar el mercado mundial o de instaurar de un día para el otro (¡y por decreto!) el “vivir bien”. Estos radicales de salón interpretan el papel de los idiotas útiles del neoliberalismo haciéndose eco de su cancioncita del fracaso inevitable de las revoluciones. No proponen medidas concretas, no formulan ninguna propuesta enraizada en los movimientos sociales o capaz de hacer progresar las dinámicas revolucionarias. Mediocres corifeos de la nueva ofensiva imperial, ponen su pseudorradicalidad al servicio de los dominadores, cuyo único objetivo es vernos fracasar.
Última cuestión, el Estado. A escala mundial, el neoliberalismo tuvo dos grandes fases. La primera arranca en los años 1980, con la llegada al poder de Ronald Reagan en Estados Unidos y de Margaret Thatcher en el Reino Unido. Se extiende hasta 2005, más o menos. Durante este período, el neoliberalismo usa al Estado para privatizar las riquezas públicas y darle una legitimación ideológica.
Ahora estamos en una segunda fase. Los Estados nacionales ya no son útiles para los neoliberales, que se dedican a desmembrarlos. En principio, facilitando la formación y la movilización de oposiciones políticas, y creando zonas donde el Estado ya no es soberano (regiones autónomas, territorios ocupados, etc.). Y después debilitando la soberanía presupuestaria y monetaria de los Estados, por ejemplo mediante la mecánica de la deuda, como se puede ver en Grecia. La defensa del Estado –puesta al servicio de un nuevo bloque social– tiene que volverse por lo tanto una de las prioridades de la izquierda.
.
A. García Linera es vicepresidente de Bolivia.
Este texto es una versión revisada de una conferencia pronunciada en Quito, Ecuador, 29 setiembre de 2015. Publicado en Le Monde Diplomatique Cono Sur.