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EXCLUSIONES y LENGUAJES, VIOLENCIAS y ESPERANZAS en una COLOMBIA ELECTORAL

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Eduardo Gudynas

Todos sabemos que las palabras expresan conceptos, pero además cargan con historias, a veces muy largas, donde hay ideas que permanecen pero otras se olvidan. Un ejemplo de ello ocurre con el término exclusión, cuya importancia nadie puede desatender y más en una Colombia inmersa en el debate electoral.

La exclusión no puede negarse ya que está ante nuestros ojos; se la encuentra en las calles de las ciudades, en los senderos rurales o incluso en lugares naturales alejados. Si así se mira, también es inevitable que la exclusión está entrelazada en sus distintas expresiones: es la de unas personas sobre otras, sobre las mujeres, los jóvenes o los viejos, sobre los negros, los campesinos, los indígenas, los más pobres, sobre cualquiera que es diferente. Pero es además una exclusión de la Naturaleza, inseparable de aquella que es social y explica que se tolere la deforestación, la contaminación o los extractivismos depredadores. Nos rodean exclusiones socioambientales.

Abordando la historia del término exclusión, la palabra deriva de excludere que invocaba sacar o retirar a algo o alguien de un recinto interior a uno exterior, cerrándole las puertas o vías, para así impedir que regresara. Es un vocablo directamente emparentado con la idea de clausurar o cerrar, que no sólo implica remover a alguien sino también una sostenida actitud en impedir que regrese o retorne. Debe quedar en claro que la exclusión no es una acción acotada en el tiempo sino que impone una continua repetición.

Tener presente esos antecedentes no es una cuestión menor porque la exclusión en América Latina carga con una historia que se inicia en la colonización que se corresponde directamente con ese sentido original. Dicho de otro modo, la exclusión de hoy es inseparable, y a la vez resulta, de esa historicidad, y en todo ello las palabras juegan papeles determinantes.

 

La exclusión original

Puede argumentarse que la exclusión se inició en las Américas en los primeros actos de los colonizadores de anular otros lenguajes para imponer el propio, y el hacerlo pasaron a denominar como salvaje a casi todo lo que les rodeaba. Salvaje era la Naturaleza, con todos sus animales, sus plantas, sus cerros o sus ríos, pero también lo eran los distintos pueblos originarios.

En un texto de su juventud, Walter Benjamin, sostuvo, en 1916, que “no existe evento o cosa, tanto en la naturaleza viva como en la inanimada, que no tenga de alguna forma participación en el lenguaje”(1). Es por ello que palabras como salvaje, sirvieron para determinar cómo se pensaba y sentían eventos o cosas, vivas como inanimadas. Toda la diversidad latinoamericana, los más distintos paisajes y todos sus pueblos originarios, quedaron inmersos en un término que, para los entendimientos europeos, aludía al peligro, a la condición inculta, hostil e inentendible. Lo salvaje era una condición que provocaba el temor.

El poder el lenguaje del colonizador fue tal que ese enorme conjunto de diferencias americanas, y de las distintas lenguas que incluía, quedaron encerrados dentro de la palabra salvaje y unas pocas otras mas. Constituyó un acto de exclusión original que no dejó de reproducirse hasta hoy.

Benjamin, en aquel mismo texto, agregó que estaba en la esencia de todos las cosas, los eventos, vivos o inanimados, la participación del lenguaje para “comunicar su contenido espiritual”. Esa expresión espiritual, y con ello la diversidad de emociones, sensibilidades, espíritus o fantasmas, quedaban excluidos de la misma manera.

La uniformidad que impusieron términos como salvaje y otros, como atrasados, ignorantes, peligrosos, etc., naturalizó la dominación y la conquista. Esa postura persistió, aunque la exclusión esgrimía otras etiquetas como las de pobres, negros o indígenas, y así sucesivamente. En cada momento que la voz de alguno de ellos rompía el umbral de la indiferencia, rápidamente se los perseguía como peligrosos. Lo mismo ocurrió con múltiples problemas ambientales, como la deforestación, que nunca se detuvo a pesar de la pérdida de biodiversidad y que además desembocaba en destruir el hogar de las comunidades indígenas. Podría decirse que en toda la historia reciente operaron la violencia, la segregación y la colonización de las almas, como afirma Silvia Rivera Cusicanqui para Bolivia (2).

Un debate tan actual como el enfocado en continuar o no con la explotación petrolera remite a estas mismas condiciones. Las concepciones generalizadas entienden que los hidrocarburos son una riqueza, que es una tontería no explotarlo, o en aquellos pocos que reconocen que puede haber riesgos de todos modos insisten en la necesidad de extraerlo por todo el dinero que brindaría. No hacerlo sería propio de infantilismos, reaccionarios ambientalistas o enamorados del primitivismo, por no decir salvajes.

A pesar de la enorme evidencia de información de todos los impactos negativos de la petrolización, desde los efectos locales en los enclaves de extracción, hasta la quema de sus productos como generadores de gases invernadero, de todos modos se sigue apostando a los hidrocarburos. Estamos ante creencias muy arraigadas, inmunes a informaciones y evidencias racionales, cristalizadas en una fe en el progreso que para lograrlo devora a personas y naturalezas.

Si el lenguaje se comunica a sí mismo, para continuar con la inspiración de Benjamin, cuando los colonizadores señalaban lo salvaje, en ese mismo acto imponían una exclusión automática a los otros lenguajes, los saberes y sentires de otros modos, que esos supuestos salvajes albergaban. Era una exclusión que al mismo tiempo, y muy enérgicamente, impedía cualquier encuentro, y podían hacerlo porque eran los que portaban las espadas.

Los procedimientos contemporáneos pueden ser más complejos y laberínticos pero la esencia se ha mantenido. Los diferentes son excluidos una y otra vez, y la violencia está siempre presente para asegurar esa marginalización, sin dudar en apelar a la policía en las grandes ciudades o con militares, paramilitares o bandas criminales en las zonas rurales. No entender ni aceptar los otros lenguajes de esos indígenas, campesinos e incluso de esos paisajes, es una condición necesaria para poder disciplinarlos, castigarlos, encerrarlos o destruirlos. En cambio, comprender sus lenguajes resultaría en escuchar sus reclamos, oír sus llantos y sus dolores, una situación que llegaría ser insoportable y por lo tanto se la evitaba a toda costa.

 

Democracias habitadas por el terror

Hemos llegado a unos estilos e institucionalidades políticas que han consolidado esa sordera a otros lenguajes. Los países se congratulan en explicar que son democracias, pero esconden que excluyen a buena parte de su diversidad. En Colombia, el presidente Iván Duque al momento de votar, el pasado 29 de mayo, alababa el “fortalecimiento institucional” del país, agregando que se tenía una de las democracias “más antiguas del hemisferio” y de las “más sólidas”, donde en “paz y tranquilidad” se cede el poder al resultado de las urnas (3).

El sistema político colombiano tiene, como ya decía el intelectual Estanislao Zuleta en 1987, “todos los rasgos de la democracia clásica”. Ese juicio puede extenderse a la actualidad ya que repitieron las elecciones, se eligen las autoridades nacionales y los legisladores, se escogen autoridades locales, se dice que hay una separación entre los poderes estatales, se enumeran diversas libertades, y que, como advertía Zuleta, en cierto modo funcionan.

Estanislao Zuleta (Medellín, 1935; Cali, 1990).

Pero Zuleta inmediatamente advertía que esa democracia “está auténticamente habitada por  el terror en toda la trama de sus relaciones y en todo el territorio nacional” (4). Se reconocía la libertad de prensa pero había periodistas amenazados y asesinados, se admitía la libertad de organización y participación política, pero se habían matado a militantes y dirigentes, docentes o artistas también eran amenazados o perseguidos, y así se repetían en otros ámbitos.

En la Colombia de hoy, esa que el presidente Duque gobierna y que presenta a la prensa como ejemplo democrático, en las protestas de 2021, la represión policial y militar desembocó en la muerte de por lo menos 84 personas, 1790 heridos, y 298 militantes de derechos ciudadanos atacados (5). Mas de 500 defensores de los derechos ciudadanos, incluidos varios líderes ambientales, han sido asesinados desde 2016, y decenas de miles han sido desplazados de sus territorios (6). Persiste la violencia interna en muchos sitios del país, entremezclándose el narcotráfico con los extractivismos mineros y petroleros y con los agronegocios. Esas y otras circunstancias hacen que la participación democrática se vuelva un riesgo insoportable, ya que las posibilidades de ser perseguido, desplazado, torturado o asesinado son ciertas (7). Una democracia sana es, bajo estas circunstancias, imposible.

Estas circunstancias presentes hacen que la descripción de Zuleta, de hace 35 años, en muchos sentidos sigua siendo válida, y por ello sus palabras deben ser consideradas con toda atención. Véase que indicaba que esa democracia formal en realidad estaba “auténticamente” ocupada por el “terror”, y que éste alcanzaba a todas las relaciones sociales y se extendía por toda la geografía del país. Era un terror, el miedo extremo, que todo lo invadía (8). Es el terror reproducido en los indicadores de persecución y muerte que se acaban de señalar.

El miedo es el instrumento más potente para mantener la exclusión. Es la condición que reemplaza a las espadas de los conquistadores, el látigo o la bayoneta, de siglos pasados. Es el modo que impide cualquier retorno de aquellos que han sido excluidos y marginalizados. El miedo nos hace sordos a otros lenguajes.

El orden político que se construye alternando el formalismo de instituciones y prácticas que parecen funcionar pero en realidad no lograr asegurar sus fines esenciales, con el terror que se disemina por todas las relaciones sociales y en todo el territorio, hace que las exclusiones persistan. No es solamente una sordera a otros lenguajes en sus contenidos más evidentes, como pueden ser los reclamos de indígenas que exigen por sus derechos ciudadanos a la participación, o las de líderes barriales que claman por al menos contar con servicios básicos como saneamiento o agua potable. Es también una incapacidad espiritual y sensible en asumir, intuir o respetar esas otras expresiones.

Enfrentar la exclusión exige acabar con las cotidianas y repetidas acciones que impiden escuchar esos otros lenguajes, que mantienen las puertas cerradas para los que han quedado en ese afuera. La voluntad para anular los encierros no siempre se concreta porque el terror lo impide, y en tanto repetido por décadas termina siendo naturalizado.

 

Esperanzas y democracias

Es apropiado regresar una vez más a Zuleta porque ilumina sobre esta problemática, cuando alertaba que una de los aspectos más tristes de la miseria es aquella que es “vivida como una fatalidad natural”. Es abandonar la esperanza por una lucha como “suma de fuerzas en una empresa común” para caer en la desesperación o la resignación.

En ese fatalismo, en ese miedo y en esta desesperanza, es que se derrumba la formalidad democrática exhibiendo todas sus limitaciones. Una condición que es incomprensible para políticos que piensan como el presidente Duque, lo que explica que se regodee con el formalismo institucional, justamente porque esa condición es la que le permite alimentar con el temor la exclusión cotidiana.

Esa resignación, ese fatalismo es “una de las virtudes menos democráticas”, mientras que la “esperanza es precisamente una de las virtudes más democráticas”, ahondaba Zuleta, en una conferencia en el Cauca en 1989 (8).

No puede negarse que ante la inminente elección presencial en Colombia, fortalecer la esperanza se vuelve una prioridad. Recuperarla entre los que la perdieron, alimentarla allí donde se debilitó, e incluso mantenerla ante los mercaderes del miedo que la carcomen en este momento. Ello es necesario porque el candidato Rodolfo Hernández alimenta ese terror que ahoga la esperanza, lleva a una democracia fallida y asegura la exclusión. Ese riesgo queda en claro a por su desparpajo ante las formalidades de la ley y la política, su gestión pasada inmersa en denuncias de corrupción y nepotismo, su incapacidad en dialogar.

Colombia enfrenta una posible bolsonarización de su política, en el sentido de caer en un gobierno de extrema derecha, que seguramente será desordenado en varios sentido pero enfocado en debilitar la justicia y los derechos, agravando aún más la exclusión. Es una bolsonarización también por lidiar con un candidato que no es el promovido desde los sectores conservadores, sino que escapó a ellos, llevando a un extremo la banalización de la política, pero al que terminan adhiriendo porque ellos mismos también están atrapados en el miedo, aunque sea distinto, porque es el temor a que se derrumben las exclusiones.

Ante esta situación no debe abandonarse la esperanza que permita abrir las ventanas y puertas que anulen los encierros de la exclusión, y que nos sirvan para comenzar a escuchar, y entender, otras lenguas.

 

Notas

  1. Uber Sprache Ueberhaupt und über die Sprache des Menschen, W. Benjamin, manuscrito de 1916, publicado póstumamente; las citas corresponden a la traducción de R. Blatt en Para una crítica de la violencia y otros ensayos, Iluminaciones IV, Taurus, Barcelona, 1991.
  2. Violencias (re)encubiertas en Bolivia, S. Rivera Cusicanqui, La Mirada Salvaje, La Paz, 2010.
  3. “Que viva la democracia”: presidente Iván Duque ejerció su derecho al voto, Semana, Bogotá, 29 mayo 2022, https://www.semana.com/nacion/articulo/que-viva-la-democracia-presidente-ivan-duque-ejercio-su-derecho-al-voto/202233/
  4. La violencia política en Colombia, E. Zuleta, originalmente redactado en 1987, y publicado en la revista Foro No 12, 1990; reproducido en Colombia: violencia, democracia y derechos humanos, Ariel, Bogotá, 2015.
  5. Colombia, Informe 2021/22, Amnistía Internacional, https://www.es.amnesty.org/en-que-estamos/paises/pais/show/colombia/
  6. Colombia, Eventos 2021, Human Rights Watch, https://www.hrw.org/es/world-report/2022/country-chapters/380715
  7. La situación reciente se ilustra por ejemplo en Teatro de Sombras, Informe Anual 2021, Sistema de Información sobre Agresiones contra Personas Defensoras de Derechos Humanos en Colombia, Programa Somos Defensores, Bogotá, 2022.
  8. Sobre la violencia en Colombia desde mediados del siglo XX véase por ejemplo Violencia pública en Colombia, 1958-2010, M. Palacios, Fondo Cultura Económica, Bogotá, 2012.

 

Eduardo Gudynas es analista en el Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES).

Algunas secciones del presente texto fueron presentadas en la mesa redonda sobre Desaprender la exclusión y abrazar la diversidad, organizado por el Instituto Distrital para la Participación y Acción Comunal (IDPAC) de Bogotá, el 4 de junio 2022.

Publicado en DemocraciaSur, el 15 de junio 2022. Se puede reproducir siempre que se cite la fuente.