NI CHAMANES NI CIENTIFICOS
Hoenir Sarthou
Hace un par de semanas, Eduardo Gudynas hizo referencia en una de sus notas a un artículo mío titulado “¿Entre la quena y el progreso?”.
Gudynas señaló que, en mi nota, la mención a “la quena y la Pacha Mama” buscaba hacer una asociación deliberada de ciertas corrientes de la ecología con la cultura andina, atribuyéndole un carácter místico y la “búsqueda de una naturaleza intocada”, por contraposición a otra concepción de la ecología, que propugna “alimentar el progreso por medio de cambios en el consumo y el uso juicioso de la naturaleza”.
Señala Gudynas que buena parte de la cultura de izquierda ha asumido el mito del “desarrollo” como “crecimiento económico”, favoreciendo así al modelo de extracción y transferencia indiscriminada de recursos naturales que promueve el capitalismo globalizado, y que las apelaciones a reducir el consumo y a “usar juiciosamente de la naturaleza” son parte de esa misma mirada cultural, que ha llevado al desarrollo global y a la crisis ambiental.
Estoy en gran parte de acuerdo con Gudynas. Es más: admito que mi referencia a “la quena y la Pacha Mama” buscaba hacer esa asociación un poco caricaturesca. Es que la quena y la Pacha Mama son conceptos culturales muy respetables en habitantes de la región andina. En cambio, ver a vecinos de Pocitos o de Carrasco venerando a la Pacha Mama resulta ligeramente ridículo. Casi tanto como ver a los gurises de La Unión que aprenden karate tratando de hablar en japonés, o al almacén de don Manolo, a la vuelta de casa, convertido en “Manolo´s Market”.
A ver si puedo ser claro y a la vez respetuoso: el debate que propone Gudynas me parece esencial. Coincido en que la izquierda ha “comprado” el mito del desarrollo y el crecimiento económico y que eso puede hacerla funcional a un modelo de explotación de la naturaleza y de las personas que sólo puede calificarse como devastador. Pero soy nieto de gallegos y bisnieto de italianos y de franceses. No puedo creer en la Pacha Mama, como no puedo creer en el Dios de los judíos (ni siquiera creo en el de los cristianos).
En otras palabras, si el debate sobre la naturaleza y la oposición al modelo de desarrollo capitalista global no puede traducirse a los códigos uruguayos, que son en el fondo los códigos laicos y racionalistas de origen europeo, veo la cosa difícil.
Por supuesto, es posible aprender de otras culturas. Pero aprender es siempre, también, aprehender. Apropiarse transformando lo apropiado. Hacerlo de uno. Que es lo contrario de copiar, imitar, o impostar.
Voy a ser muy sincero. La nota de Gudynas me dejó pensando. Porque no tengo dudas de que, aunque parientes pobres, somos hijos de la cultura dominante en el mundo. De la cultura occidental, racionalista, técnica, esa cultura que desde hace algunos siglos considera al planeta y al universo como una posesión material de la que puede servirse a gusto. Esa cultura que, aparentemente, ha puesto al planeta en problemas, de los que no sabemos si podrá salir.
El dilema que se nos plantea es dramático. Porque la ciencia y la técnica no son, para la cultura occidental, un aspecto accesorio. Son su forma de pararse en el mundo. Tratar de dominar a la naturaleza no es un accidente; es su rasgo definitorio. ¿Podemos renunciar a eso? ¿Podemos establecer una relación diferente con la naturaleza? ¿Podemos dejar de verla como una cosa y empezar a considerarla casi como una entidad viva?
Para decir la verdad, lo veo difícil.
Si se tratara sólo de reducir el consumo, tal vez la cosa sería posible. Pero va mucho más allá de eso. Porque las promesas de la ciencia y de la técnica han sido enormes. Renunciar a ellas implica reducirse, poner freno al crecimiento demográfico, perder la ilusión de conocimiento, prosperidad y bienestar universales, abandonar el sueño prometeico de conquistar otros mundos y de extender indefinidamente la vida.
Contra esas renuncias, la ciencia y la técnica agitan siempre la esperanza de nuevos recursos, de soluciones que permitan dilatar en forma insospechada las posibilidades de la especie humana.
¿Qué haremos? ¿Adoptar una vida más modesta y nuevos valores que nos permitan vivir más armónicamente con la naturaleza, o redoblar la apuesta a la ciencia y a la técnica para recrear una naturaleza acorde a nuestros deseos y posibilidades? ¿Cuán grande es la renuncia en el primer caso y cuán grande el riesgo en el segundo? ¿Es posible compatibilizar ciencia y cuidado racional de la naturaleza?
Esas son las preguntas de fondo, de dimensiones antropológicas. Porque probablemente nos vaya la vida en ellas.
Presentado así, el asunto puede sonar a película de ciencia ficción. Sin embargo, los primeros capítulos de esa película se están escribiendo ya, en las decisiones sobre investigación y manipulación genética, sobre energía atómica y energías alternativas, sobre extracción de recursos naturales y sobre técnicas agrícolas.
Podemos coincidir en que la explotación enloquecida de la naturaleza que practica el capitalismo global es suicida. Pero eso no necesariamente significa que debamos renunciar a las promesas de la ciencia y de la técnica.
La respuesta al dilema no es clara. Aunque sí es claro que la decisión no podrá ser tomada ni por chamanes ni por científicos. Por difícil que sea, la decisión es política y nos toca a todos.
Publicado en Voces, 21 de julio 2011.